Cuando me diagnosticaron
Hiperemesis Gravídica no podía creerlo. Había leído algo sobre esta enfermedad
pero la consideraba improbable, lejana, ajena.
Empecé a vomitar antes de saber
que estaba embarazada. Al principio lograba contener el vómito, aunque la
náusea no me abandonaba en todo el día. Al cabo de un mes ya no era capaz de
levantarme más que para acercarme al wáter, donde me hubiera podido quedar
horas, agarrada a su pie. Esperaba en vano que la última bocanada me dejara
descansar. Pero después del esfuerzo enorme de levantarme, volvía la arcada.
Así a cada rato y cada vez de forma más violenta. A esta altura ya no había
comida o líquido que vomitar, no había saliva, no había bilis. Sólo sangre.
Después de varios días sin comer,
sin poder retener ni una sola gota de líquido, sobrevino la deshidratación, la
primera de todas. Mis labios parecían tierra reseca, apenas orinaba y la
debilidad me había postrado. Lo peor, sin embargo, era la sed. Nunca en mi vida
he tenido tanta sed. Me frustraba no poder beber. Tenía siempre un vaso grande
lleno de agua fresca ante mí, a sólo medio metro, pero no podía beber.
Fue la primera vez que me
ingresaron.
Cumpliendo con el protocolo, me
hidrataron por vía intravenosa. Para detener el vómito probaron primero con Primperan,
que ya había utilizado sin éxito en urgencias por vía intramuscular. Tampoco
ahora funcionó, por lo que empezaron con Ondansetrón, un tratamiento utilizado
para controlar el vómito químico, esto es, el que sufren quienes están
sometidos a quimioterapia. Este sí tuvo éxito. A los cuatro días me dieron el
alta.
Salí tambaleándome del hospital.
Las piernas no conseguían estar derechas y la cabeza me daba vueltas. Al llegar
a casa, volvió el vómito y al día siguiente ingresé de nuevo. Esta vez estuve
10 días.
Hicieron pruebas de todo tipo. Me
miraron el hígado, los riñones, el páncreas… Sólo detectaron un nivel elevado
de hormonas de la gestación, pero ninguna otra cosa que justificara mis
vómitos. Así que llegaron a la conclusión de que lo que me pasaba tenía un
origen psicológico y me derivaron a
Salud Mental. Un psiquiatra vino a verme a la habitación. Me preguntó si era un
hijo deseado, si yo trabajaba, si lo hacía mi pareja… Como tratamiento me
recetó no estar sola, porque la vergüenza me impediría vomitar, y no acercarme
al baño, para no ponérselo fácil al vómito.
¡Si supiera que acabé vomitando por la calle!
Cuando me dieron el alta, me
recetaron el mismo medicamento en pastillas, para que pudiera seguir tomándolo
en casa. Duré fuera sólo una semana. Me ingresaron una última vez, en esta
ocasión durante 16 días. Ahora el medicamento apenas detenía los vómitos. Las
náuseas, sin embargo, eran indestructibles. Vomitaba menos, pero de forma muy
violenta.
Mi médico, por fin, derivó mi
caso a Medicina Interna, Digestivo y Nutrición. Una vez que comprobaron que
sufría una desnutrición importante y que había perdido mucho peso, iniciaron la
alimentación por vía. Recuerdo el dolor que sentía cuando el alimento
(especialmente, los lípidos) entraba en mi cuerpo. Era como fuego en las venas.
Los brazos estaban ya muy mal cuando me informaron de que tenían que abrirme
una nueva vía, en este caso, en la yugular, para alimentarme a través de ella.
Por evocar recuerdos dolorosos,
sólo imaginármelo me provocaba pavor, pero luego lo agradecí. Llegué a tener
hasta cinco botes conectados a la parenteral del cuello sin darme cuenta. Nada
de dolor, nada de fuego. Lo único molesto era el soniquete incesante de la
máquina que administraba la medicación y el alimento.
Sin embargo, según me dijeron
este tipo de alimentación asistida no ofrecía seguridad en mi estado así que,
de no llegar a tolerar algún sólido en los días siguientes, tendrían que
recurrir a la sonda naso-yeyunal (desde la nariz al intestino delgado). Afortunadamente,
conseguí mantener algo de lo comido, por lo que no fue necesaria la sonda.
Y volvieron a darme el alta. Me
fui de allí con mi venda al cuello, muy débil y aterrorizada (me daba miedo
volver a casa), pero aliviada porque no me sentía bien en el hospital. Y es que
lo peor de la HG no son, aun siendo malos, las náuseas, los vómitos, el asco
constante, la debilidad, la sed… Lo más duro es la soledad. La soledad en que
me sumí ante la incomprensión del equipo médico y de mi familia.
El ginecólogo, las enfermeras,
las auxiliares, incluso las limpiadoras (salvando a algunas), juzgaron la
gravedad de mis síntomas y el origen de los mismos y, por supuesto, compararon
sus casos particulares con el mío. Todas habían sufrido vómitos durante todo el
embarazo (algunas todos los embarazos) y ninguna había tenido que ir al médico.
De ahí a afirmar que conceder una baja médica por algo así era un abuso, había
muy poco trecho y hubo quien lo recorrió.
Ahora puedo hablar de ello con
cierta objetividad, pero entonces no tenía fuerzas ni para levantarme, cuánto
más para defenderme. Llegué a creer lo que decían: que el origen de todo mi
malestar estaba en mi actitud y que si la cambiaba, todo mejoraría. Dado que
eso no ocurrió nunca, pese a todos mis intentos por “aceptar lo que me pasaba”,
lo único que podía pensar es que era una debilucha quejica que probablemente no
quería a su hijo.
Este pensamiento fue haciendo
mella en mí, poco a poco. Me sentía la peor de las mujeres, por no ser capaz de
hacer lo que millones de ellas hacían sin quejarse. La desesperación se apoderó
de mí.
Pero no fue la única. El miedo
fue creciendo desde que me dijeron que el tratamiento a que me sometían
pertenecía a un grupo de medicamentos cuyas secuelas se desconocían en el feto.
Y se alimentó con las palabras de las nutricionistas que me dijeron que no
conocían los efectos de la desnutrición o la deshidratación. Y se hizo enorme
con las palabras que pronunciaban todos sobre las consecuencias de tanto
sufrimiento.
Decidí interrumpir el embarazo.
Estaba enferma y, probablemente, mi bebé lo habría acusado. En realidad, no sé
cuál habría sido el resultado pero no soporté la incertidumbre.
En La mamá de Mateo leí por primera
vez la experiencia de otra chica. Pude reconocerme en sus palabras a medida que
las leía entre lágrimas. Entonces
entendí que no era mi culpa, que estaba enferma, que podría no haber estado
sola. Pero ya era muy tarde.
Creé este blog para recoger las
traducciones de artículos en inglés (apenas encontré algo en español) de la HER Foundation, por si otra chica que se encuentre en mi misma situación necesita
conocer lo que le está pasando o cómo sobrellevarlo. Sobre todo, para que sepa
que NO es su culpa y que no está sola.
